Hay una escena de la obra de teatro de San Juan Pablo II, “El Taller del orfebre” que me resulta ilustrativa en estas circunstancias. Ana y Esteban, polacos, durante la segunda guerra mundial se refugian en Canadá. Tres hijos, una jovencita y dos niños. Los años han deteriorado el amor juvenil y lo que prima […]

Por Francisco Bobadilla Rodríguez. 15 junio, 2015.

Bobadilla

Hay una escena de la obra de teatro de San Juan Pablo II, “El Taller del orfebre” que me resulta ilustrativa en estas circunstancias. Ana y Esteban, polacos, durante la segunda guerra mundial se refugian en Canadá. Tres hijos, una jovencita y dos niños. Los años han deteriorado el amor juvenil y lo que prima ahora son las discusiones y desencuentros. Una tarde, Ana sale de casa a caminar harta de la situación matrimonial. Pasa frente a una joyería y decide vender su anillo, total, piensa ella “para lo que me sirve”. Entra, la recibe el joyero. Ella entrega la pieza. El joyero pone el anillo en el pequeño platillo y después le dice: “Esta alianza no pesa nada, la balanza siempre indica cero y no puedo obtener de aquélla ni siquiera un miligramo. Sin duda alguna su marido aún vive –ninguna alianza por separado, pesa nada- sólo pesan las dos juntas. Mi balanza de orfebre tiene la particularidad  de que no pesa el metal, sino toda la existencia del hombre y su destino”[1].

A una distancia de veinticinco años, cuando –en expresión muy usada por el Padre Vicente Pazos- se está más cerca del arpa que de la guitarra, lo propio es poner el anillo, labrado gramo a gramo durante este tiempo, en esa peculiar balanza para medir, no lo que hemos hecho, amasado o fabricado; sino lo que hemos sido, el sentido y el ser de este largo período de nuestras vidas en la Universidad de Piura. Pienso que no exagero si digo que gran parte del peso de nuestra existencia se nutre de las historias que hemos entretejido con colegas, alumnos, amigos. Sueños, ilusiones, cansancios, risas, proyectos, metas alcanzadas y tantos otros deseos que aún esperan su cumplimiento.

La Universidad de Piura es lo que vemos y, también, lo que no vemos. Disfrutamos de este precioso bosque verde de algarrobos, hemos visto crecer los edificios ladrillo a ladrillo, son varios miles de graduados los que han pasado por estas aulas, hemos ojeado con sincero cariño uno a uno las ediciones de los Algarrobitos, añejos y siempre dignos, antesala de tantas otras sesudas investigaciones. Aguzamos la mirada y descubrimos que detrás de cada centímetro cuadrado de jardín, papel o cemento asoma el rostro de alguno  nuestros compañeros y sólo entonces emerge la realidad completa, aquella que por esencial, tantas veces, escapa a la vista de los ojos.

La anécdota que protagonizó el profesor Ortiz de Landázuri, reconocido catedrático de medicina interna nos habla de ese componente esencial, sin el cual nuestras personales historias quedarían truncas. El profesor Landázuri le contaba con entusiasmo la labor que se hacía en la Universidad de Navarra, y concretamente en la Clínica Universitaria, que para entonces había alcanzado fama mundial. En un momento del diálogo, San Josemaría lo interrumpe y le dice: Y tú, ¿a qué has venido a Pamplona? Para ayudar a levantar esta Universidad, fue su respuesta. Inmediatamente, San Josemaría le dice: Hijo mío, has venido a hacerte santo; si lo logras, habrás ganado todo“. Levantando un poco la voz y dirigiéndose a los presentes, añadió: “Esto lo digo para todos, cada uno donde esté; lo importante es el camino de la santidad personal. Y para mí mismo también[2]. El beato Álvaro del Portillo, lo decía de modo similar: “No nos interesa como fin la Universidad o la Clínica; nos importan las personas, sus esfuerzos de santidad, sus deseos de actuar en cristiano; en pocas palabras, la vida limpia, leal, de las mujeres y los hombres que hacen y viven en la Clínica y la Universidad: ¡eso es lo que importa a Dios, y eso es lo único que debe interesarnos a cada uno de nosotros!”[3].

Pienso en mis compañeros, colegas, amigos que en esta noche estamos reunidos en familia para celebrar esta larga estancia en la Universidad de Piura. ¿Qué nos atrajo? ¿Qué nos ha mantenido aquí? ¿Habrá sido la belleza de este campus cuajado, con sus algarrobos verdes, arenas blancas y alamedas de ensueño? ¿Será el horario con una entrada y salida que nos deja tiempo para la vida familiar? ¿Será la cordialidad de la gente, las risas y apuros de los chicos, la precisión de los sistemas  formales? El sueldo no parece que esté entre los incentivos más grandes. ¿Qué? ¿Qué nos ha mantenido aquí? Pienso que en parte, éstas y otras razones, tienen algo que ver con nuestra permanencia. Pero, hay más, mucho más.

Hace 25 años, la Universidad de Piura era una promesa, como el mismo Perú. Y todavía queda mucha promesa por delante. Podemos repetir con el Beato Álvaro del Portillo que lo que importaba entonces –y ahora- eran las personas. No fue sólo un proyecto bonito, inspirador que empezaba en la tierra y terminaba en el cielo. Lo era y lo veíamos encarnado en tantos de esos forjadores con los que tuvimos la suerte de aprender a dar nuestros primeros pasos profesionales. Había en ellos verdad, sencillez, transparencia, desprendimiento, generosidad. Hacían camino al andar y aprendimos con ellos a vivir libres, en un clima de confianza acogedor.

Don Vicente Pazos tenía el corazón valiente y  alma fuerte para sostener sobre sus hombros más de siete empresas: Hércules se queda corto. Recorremos, nuevamente, con la mirada del recuerdo, jardines, pasillos, aulas, oficinas y nos encontramos con la sonrisa franca y tímida del Padre Javier Cheesman. La serenidad siempre acogedora de la Ñata Cortez. La jovialidad y el talante magnánimo de don Vicente Rodríguez Casado. La rigurosidad intelectual del maestro José María Desantes. La mente inquieta del profesor Giuseppe del Re. La generosidad sin límites del profesor Umberto Farri. La agudeza intelectual de don Leonardo Polo. La voluntad férrea del padre José Navarro. La cordialidad y humildad intelectual de Ramón Mugica. El espíritu de geometría y  fineza de Rafael Estartús. Las  manos firmes y el corazón acogedor de Zoilo Paredes. ¡Qué ejemplo y qué alto el listón!

Ellos han escrito la plana con caligrafía magnífica, incluso sobre los renglones torcidos  de nuestras personales fragilidades. Nos hemos sabido exigidos, pero también comprendidos y queridos. A esta estirpe pertenecemos y, sin saberlo, hemos escrito en prosa y, alguna vez, incluso nos ha salido algún un verso. Esta es la Universidad que nos enamora en un entretejerse de lo humano y lo divino; en donde la templanza, la fortaleza, la justicia y la prudencia no son nada sin la fe, la esperanza y la caridad.

Pasillos limpios, oficinas pulcras, aulas dispuestas, noches en vela al cuidado del Campus, idas y vueltas en carritos o motos, horas forrando libros o clasificándolos, asignatura tras asignatura, un alumno, una alumna, un rostro, una historia, un drama, todo suma. Y, casi sin darnos cuenta, descubrimos ese algo divino que se esconde en la tarea menuda, incluso, en el calentón o en el alma dolida.  Nos ha pasado lo de aquel chico, alegre, buen vendedor, dependiente en una tienda de telas. Se le acerca una señora y le pregunta si esa seda era buena, si era natural. El chico le contesta: Señora, esta seda no es natural, es sobrenatural[4]. Sólo mirando al cielo es como se consigue hacer la mejor filigrana de calidad mundial.

Jean Guitton, uno de los intelectuales más connotados del siglo XX, al final de su vida escribió un libro al que tituló Mi testamento filosófico. Es un libro delicioso. Guitton imagina las últimas escenas de su vida y las primeras de su muerte. Ya en agonía, recibe la visita del beato Pablo VI. Se produce un diálogo entre ambos. El Santo Padre le pregunta: “¿su vida tuvo éxito?” A lo que Guitton responde: “He trabajado cien años para Dios. Me esforcé mucho, y logré saber y creer. Escribí cincuenta volúmenes para explicar las verdades que conocí”. “¿Pero ha dado frutos?”, continúa preguntando Pablo VI. “¡Le digo que publiqué cincuenta libros!”, insiste Guitton. “Lo sé, los he leído. Pero en nombre de Dios, no se trata ya de fe, sino de amor”. “Santísimo Padre, responde apesadumbrado Guitton: ¿es todavía tiempo, para mí, de amar? Yo casi no he tenido tiempo de amar. Tenía que pensar, creer y saber. Reflexionar. Siempre saber mejor, siempre creer más sólidamente. Ésa era mi vida. Constantemente dejaba el amor para mañana. Y también la oración”. El Santo Padre termina diciendo: “Es hoy cuando hay que amar”[5].

Pondus meum, amor meus. Mi peso es mi amor, decía San Agustín. Y vuelvo a esa peculiar balanza  que no mide el tener material o el haber intelectual, sino la total existencia del hombre y su destino en donde la última palabra la tiene el amor, acrisolado en actos concretos de servicio, en horas de escucha y acompañamiento a tantas y tantos que han pasado por estas aulas. Y el viejo artesano nos recuerda que nuestro anillo solo no pesa nada. Nos dice que los libros que atesoramos, los árboles que plantamos, los edificios que construimos, no pesan nada si no los asociamos a lo  único que debe interesarnos: las personas. Las preguntas, entonces, vienen en cascada: cuánto hemos querido, cuánto cariño hemos prodigado; cuánto amor hemos puesto en cada pasada de escoba, en cada hora de clase; cuántas sonrisas hemos repartido; cuánto corazón de padre y de madre hemos puesto en cada conversación, en cada exigencia.

Ese es el sello indeleble de esta institución que llamamos Universidad de Piura y a la que orgullosamente pertenecemos. Ciertamente no es de seda natural, es de seda sobrenatural.

[1] Juan Pablo II. El taller del orfebre. Madrid, BAC: 2005; p.44.

[2] SASTRE, Ana. Tiempo de caminar. Madrid, Rialp: 1991; p. 422.

 [3] San Josemaría y la universidad. Pamplona, EUNSA: 1993; p.22

[4] ÍÑIGUEZ, José Antonio y ÁLVAREZ, Pablo. Carlos Martinez, pescadero. Madrid, Palabra: 2012.

[5] GUITTON, Jean. Mi testamento filosófico. Bs. As., Editorial Sudamericana: 1999. pp.55 y ss.

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